
―Verás, cuando ocurrió la catástrofe, al principio no pude creerlo. Me resultaba inconcebible que estuviéramos arruinados. Podía comprender que toda aquella gente estuviera arruinada pero nosotros..., parecía imposible. Y me empeñé en creer que algo en el último momento nos salvaría. Luego, después del golpe final, me pareció que ya no valía la pena seguir viviendo, y no me encontré con fuerzas para encarame con el porvenir, que se presentaba de lo más negro. Pasé quince días terribles. Fue tremendo tener que desprenderse de todo, y saber que se habían acabado las diversiones, que tendría que prescindir de cuanto me gustaba; pero al cabo de dos semanas decidí mandarlo todo al diablo y no volver a pensar en ello. Y te aseguro que así lo he hecho. No me arrepiento de nada; lo pasé divinamente mientras duró la suerte; y ahora que todo ha desparecido..., me he revestido de paciencia.
―Evidentemente, la pobreza es más fácil de soportar en una casa lujosa, en un barrio elegante, con un mayordomo competente y una excelente cocinera, todo ello regalado, y cuando uno puede cubrirse el cuerpo esquelético con vestidos de Chanel; ¿no crees?
―Es de Lanvin ―dijo riendo―. Ya veo que no has cambiado mucho con los años. Y supongo que no me creerás, porque eres un cínico, pero no estoy segura de que hubiese aceptado el ofrecimiento de tío Elliot de no haber pensado en Gray y en las niñas. Con mis dos mil ochocientos dólares al año nos las hubiéramos cultivado arroz y centeno, y criado cerdos. Después de todo, en una granja de Illinois nací y me crié.
―Hasta cierto punto ―dije sonriendo, pues sabía que había nacido en una lujosa clínica de Nueva York.
SOMERSET MAUGHAM: El filo de la navaja
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