sábado, 1 de septiembre de 2007

Passing through

tren, by EgoLas últimas chispas de luz lograron reflejarse en su mirada cansada. Con un último esfuerzo, adelantó el pie izquierdo para acceder al vagón, y solo entonces, respiró con la pesadez de quien regresa al hogar tras semanas de ausencia. Mientras sus ojos divagaban en torno a los asientos que le rodeaban, tuvo tiempo de comprobar que aquella chica de aspecto infantil seguía ocupando su sitio de costumbre. La fuerza de la costumbre, eso es, pensó. La misma que lleva a un hombre a resignarse con su presente y más aún con la incertidumbre de su futuro. Cerrando con fuerza los ojos, se convenció a sí mismo de que, en aquel momento, no merecía la pena entretenerse en la idea. Si acaso más tarde, se dijo. Sin pensar más en ello, eligió sentarse al lado de la chica de forma casual. Ella ni siquiera levantó la mirada de su libro, pero se movió haciéndose a un lado para estar lo más lejos posible de él. Sin importarle demasiado, estiró las piernas y volvió a suspirar. Y por fin, pocos segundos después, el tren inició su marcha lenta y pausada hacia las afueras de la ciudad.

Mientras recorrían los kilómetros que les separaban de su destino, pudo observar ciertos cambios en su compañera involuntaria de viaje. Abandonó su libro antes de lo previsto para atender una llamada telefónica. Y por primera vez se mostró relajada, ajena a viajeros que suben y bajan, a pasajeros de mirada impertinente y a él mismo. Por su sonrisa y su mirada encendida, quien llamaba era probablemente su novio, pensó con amargura. Aquel sentimiento de rencor no era debido a los celos, o eso se decía a sí mismo, sino a una sensación de injusticia. Injusticia porque él nunca había poseído nada parecido. Una ilusión, una pasión o lo que fuera. A mí me han robado mi sueño, reflexionaba contrariado. Pero esa era ya una reflexión antigua, que llevaba haciendo desde que abandonara la casa de sus padres, años atrás. El tiempo había pasado, y sus sombras seguían siendo las mismas. Con un nuevo suspiro, volvió a contemplar el paisaje, desolador y familiar a un tiempo. Fue entonces cuando llegaron a la parada de la chica, quien, con su vieja parsimonia, sorprendió esta vez por la decisión de sus movimientos. Y entonces lo vió. Esta vez ella no regresaba sola; alguien esperaba en el andén, con sonrisa impaciente. Quizá fue esa la gota que colmaba el vaso; o tal vez había llegado a su límite hacía tiempo. De cualquier modo, se acomodó en su asiento y dejó que sus ojos se cerraran durante el resto del trayecto.

Al fin, llegó a su estación. Reconoció el andén y el edificio reluciente, y avanzó hacia las escaleras. Segundos después abandonó el lugar a buen paso. Nuevamente, evitó meditar sobre el asunto, aunque sabía que esperaban una respuesta por su parte, a más tardar, la mañana siguiente. En el obispado no recibirían bien su decisión, aunque no pensaba rectificar ahora. Colgaba los hábitos, sin remedio. Y nadie podría decir que se precipitaba; sabían, como él, que nunca había albergado una vocación absoluta. Más bien había sido su forma de escapar del mundo. Como tantas otras.

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